LIBROS | EDITORIAL F. PIMENTEL

'Diario de un perdedor', por Eduard Limónov

 E. Limónov era el niño que escribía contra el viento.

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Celín Cebrián | @Celn4

Los fragmentos que conforman Diario de un perdedor fueron escritos en 1977 en la ciudad de Nueva York y vienen a ser, como le gustaba decir al autor, un “libro de profecías”, aunque otros ven en la obra “su testamento” o las últimas voluntades de un hombre turbio pero brillante, un Limónov prescinde de la falsa modestia y, por lo tanto, el intermediario sobra. El autor es él. Nosotros a quien estamos leyendo, aunque sea en tercera persona, es a él. Y así lo afirma Eduard con rotundidad: “Mis libros soy yo y yo soy mis libros”. 

Diario de un perdedor, por donde desfilan los sueños y las utopías que a menudo nos llenan de inquietud

Siempre pensé que el estilo define al mundo. Una frase que cobra aún más sentido al leer este diario, puesto que el autor es poseedor de un estilo inconfundible: “Susurra la mañana. Y nieva. A través de los párpados, atento y ansioso: la nieve”. ¿Se puede pedir más? Como se afirma en la Presentación del propio libro,concretamente en la página 5, “tengo gusto cuando quiero, pero no siempre es el caso. Basta con leer mi Diario de un perdedor para percatarse de mi excelente gusto estético”. La obra vio la luz en la Rusia soviética, no con el objetivo de incrementar las ventas, sino de rebajar a simple modelo de elegancia a este Diario de un perdedor al que Eduard consideraba uno de “los dos libros más importantes de la época del yo y de la contracultura”. Estamos ante el libro predilecto del escritor, así como de algunos de sus personajes, como el de Yelena Schápova, a quien el autor y protagonista estuvo a punto de estrangular. 

Limonov y Yelena

Limónov es un rayo de sol en este reino de tinieblas al que le gusta el color blanco hasta en invierno. También los nenúfares blancos y el pelo gris plateado de las señoras ricas. Fanático, provocador…, víctima y verdugo de sí mismo, donde se dan la mano el drama y la felicidad, ese tipo de felicidad que pueden tener hasta los simios, a los que, por cierto, ira y observa con sana envidia al ver cómo se cuidan entre ellos y cómo se acarician, y de los que tal vez deberíamos de aprender y tomar nota los humanos, como se desprende de su cuaderno sentimental. 

Telegráfico, a veces; sincero, otras. También rotundo en muchas ocasiones…, y bastante distinguido en algunas de sus apreciaciones…, y, por qué no decirlo, observador y sublime en muchos momentos, algo que hace casi de manera inesperada, al describir, por ejemplo, una simple prenda de vestir de una muchacha en mitad de una página: “…Lleva un vestido que arrastra como una bandera por medio barrio”. La frase es otra de las muchas frases del testamento de un indomable que nunca ha conocido a una persona ante la que arrodillarse, ya que considera que todos son sus siervos. Pero, aun así, bajo la coraza de este tártaro mongol, de este provocador, late el corazón de un volcán o de un poeta que tiene las alas de cristal, como las tiene ese bufón que sueña con un Gran Imperio al que servir y una reina de la que enamorarse, de tal manera que, cuando pinten un gran fresco en esas paredes del palacio, él aparezca por una de las esquinas y quede reflejado para la eternidad como el escritor del siglo XX. El escritor o el poeta con el bolsillo vacío que se asoma al abismo cada noche hipnotizado por su poder y sobre la que él posa su mirada perversa, su ojo tardo, que ve todo podrido, cosa que le excita, como le excita mirarse por dentro, y sobre todo mirar su cuerpo para venderlo y prostituirse, hasta que una ráfaga urgente se cruza por su mente y todo cambia. Ése también es Eduard, el hombre sin moral, el niño que soporta la tormenta emocional y que se acurruca sobre sí mismo ante el charco de emociones que se forman bajo sus pies.

Diario de una aventura, del desamor o de un mal nacido que no desea serlo. El revolucionario que escribe o el escritor que cae en la tentación de poner el mundo patas arriba. Limónov, el talento y un murmullo de muchas vidas perdidas que se repiten tras de sí…, todo a la carrera, con prisas…, como si se tratara de una broma, de una pesada broma…, mientras él sigue siendo un forastero en todos los sitios, incluido su país, Rusia, entre conjuras y una inmensa soledad. 

Hay momentos en los que hasta he querido dejar de leer, pero no he podido. Debo de itirlo. No es tan fácil apartar la mirada de golpe de tanto romanticismo, de tanta locura…, de tanta belleza… y, por qué no decirlo, de tanta ternura, esa ternura que se va cayendo de las palabras, aunque la dignidad esté tirada por los suelos. Y lo que sucede es que, a medida que leemos, nos vamos acercando a las estrellas, por mucho que Limónov siga recordándonos que nos olvidemos de Babilonia, y que llene su saliva de insultos, de letanías…, sobre todo porque, a estas alturas de la vida, es demasiado complicado bajarse del zigurat y dejar de amar el presente. Tan complicado como dejar de tener sexo. Sobre todo si es sublime, que viene a ser ese tipo de sexo que solo se alcanza cuando haces el amor con una mujer de clase alta, aseada, elegante, y que además pertenece a otro. Ahí está el morbo: en que esa mujer pertenece a otro. O sea, el coqueteo con lo prohibido. Y, entretanto, mientras pasan los días y Eduard queda a la espera de que llegue el libro, éste toma la decisión de deslizarse delicadamente entre sus enemigos. Pero, como de costumbre, la curiosidad le puede y el amor también, a lo que añadir otras cuantas dosis de sexo… y, como era de esperar, vuelve a pifiarla en el momento que lo más conveniente era cambiar su máscara social. Limónov siempre será Limónov. Y para muestra…, un botón: en pleno apogeo, decide meterse a cocinero en un café. Pueden creerlo. Porque a él la realidad se la trae floja. Ésa y cualquier otra. Lo que le importaba en aquellos momentos era la revolución. Solo pensaba en la Revolución. Así, con mayúsculas. Y si alguien le venía con un consejo, se ponía excitable, aparecía su lado perverso o…, se aburría, porque para él era muy fácil aburrirse… La rutina/ae, la vida cotidiana, sin tensiones, sin experiencias fuertes, sin adrenalina.... ¡Puff! ¡No soportaba esa vida…! Así que pasaban los días y él seguía añorando la dichosa revolución, pero no contra la gente, sino contra la civilización. La obcecación era tal que hasta cambiaba su forma de andar, porque, por si no lo sabemos, andamos como se anda en las películas o en las fotografías. Y eso además, el cambiar de rumbo y la forma de caminar, es lo que espera el pueblo de nosotros. Y así nos lo hace saber Eduard una y otra vez en este diario, como nos hacer saber a voz en grito en estas páginas que él es Rimbaud y que es un genio. Vamos, sin complejos.

Diario de un perdedor…, por donde desfilan los sueños y las utopías que a menudo nos llenan de inquietud. La misma inquietud que nos lleva al lado de la derrota. De ahí que siempre acabemos junto a los fracasados. En esas fotos llenas de marginales, seguro que podemos vernos nosotros también. Un diario de palabras al viento que se llevan el flequillo rebelde de Limónov hacia un lado, en un día frío y desapacible en el que todo se repite mil millones de veces: la belleza, la gratitud, lo horrible y la palabra amiga y amada. También por donde aparece un padre que era técnico y quería ser músico; una madre que amaba el teatro; y un hijo, Eduard, que soñaba con ser Alejandro Magno, pero que, quizás, se quedó en una calabaza amarilla, en una hortaliza fibrosa que no se dejaba acariciar. Hablamos del propio melodrama de la vida. O de una comedia, que suele ser aquella que escribe algún moralista. En resumidas cuentas, la obra, el testamento, el diario, este diario de perdedores que rompe con todo, que nos hace sufrir, que nos hace pensar, y reír, y que nos trae una luz maravillosa que alumbra lo desconocido. 

Eduard seguía esperando una editorial. Ya la tiene. Su libro es todo un lujo con una encuadernación maravillosa. No era para menos. Solo tuvo que esperar, que resistir, como a él le gustaba aconsejar a los demás. 

¡Buena suerte, Camarada Z!

¡Adiós, Zee!


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