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domingo. 08.06.2025
LITERATURA

Limònov, el subversivo romántico

Eduard Limònov no sólo intentaba vivir de la literatura, sino también “dentro de la literatura”.
Eduard Limónov
Eduard Limónov.

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Celín Cebrián | @Celn4

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El hombre sin amor.

El hombre sin amor, editado por la editorial Fulgencio Pimentel, es una antología de los mejores relatos de Eduard Limònov, escritos a finales de los ochenta y principios de los noventa en sus correrías en busca del amor y de la vida por las calles y barrios de Nueva York, París o Londres, que terminó en la capital sa y que fueron publicados en ediciones nacionales de revistas como Rolling Stone o Playboy durante esos años, que ahora vuelven a ver la luz con esta iniciativa de Fulgencio Pimentel de apostar por el autor, en un libro de tapa dura, muy bien presentado y que, para mayor disfrute, los ocho relatos van acompañados de un ensayo de Tania Mikhelson sobre el excéntrico escritor, titulado Corpus L, que es una verdadera delicia.  

Eduard Limònov no sólo intentaba vivir de la literatura, sino también “dentro de la literatura”

Natalya Medvedeba y Eduard Limónov
Natalya Medvedeba y Eduard Limónov.

Limònov no sólo intentaba vivir de la literatura, sino también “dentro de la literatura”. Probó todos los géneros. Ni qué decir que todos estos relatos, en este caso un total de ocho, están ambientados en un período concreto y unos lugares reconocibles, y que perfectamente podrían componer el diario de un triunfador, pero no es así, ya que detrás de una vida que se asoma sin cesar al precipicio puede que haya un gran escritor, sí, pero también un perdedor, algo que podemos comprobar, no sólo leyendo su biografía, sino leyendo detenidamente su obra (basten estos relatos, por ejemplo), donde ya se atisban superficies bastante complejas, expresadas casi siempre a través de su personaje “estrella”, que no es otro que “Eddie”, al que podemos seguir y rastrear hasta llegar a hacernos con ese “cuerpo” literario que es Eduard Limònov, al que le gustaban las cosas despojadas de sus nombres habituales para poder mirarlas desde una perspectiva naïf. Los relatos transcurren en esos años ochenta, época en la escritor había decidido centrarse en la novela, como cumbre de su ambición profesional. Pero también está contento con los relatos que escribe, puesto que le parecen “elegantes, maduros…, y conforman una producción musculosa y libre de adornos”.

Limònov es un nacionalista. Según el autor, cada nación encierra un carácter esencial e inexcusable. Él se sentía vinculado a los héroes trágicos: ora fuera Heracles; ora Odiseo. Y al respecto, dice: ꟷ”Las naciones sanas y fuertes crean tragedias; las comedias y las parodias llegan con la decadencia”. Y por ahí van sus ideales, tanto en la literatura como en la vida del escritor, ya que ésta debe ser trágica y legendaria.

Elena Shchapova de Carli y Eduard Limónov
Elena Shchapova de Carli y Eduard Limónov.

Por lo tanto, tenemos tragedia, lirismo y delirios de grandeza, ya que al autor ruso no le hubiera importado tener un título nobiliario, puesto que, como nos advierte en uno de sus relatos, su amante parisina era hija, nieta o biznieta de condes. Algo que a Eduard le gustaba, quizás demasiado. Pero, líneas después, comprobamos lo contrario, ya que Limónov era la pura contradicción. Y de las altas esferas de la sociedad o de defender cualquier intransigencia, pasa a imitar a James Dean, siendo adolescente. Hoy dice una cosa y mañana otra distinta. Eso sí, siempre tangente, rallando lo marginal… Desea ser él, pero no añora ser otro. Nada más lejos de cuanto digo si atendemos a lo sucedido ese domingo caluroso de agosto de 1981 cuando el escritor ruso le hace una visita a Súmerkin, su editor, que vive con un chico. Limónov no se puede permitir enamorarse de ese chico porque sabe que la homosexualidad no es su pasión, pero, en esos instantes, daría lo que fuera por ser Súmerkin. Es más, en ese momento, no le hubiera importado tener su cara, un rostro que además es muy parecido al de Jean Genet. Y si Genet era homosexual, sádico y delincuente, quizás también lo fuera su doble, es decir, también lo fuera Súmerkin… Y por ahí iba el discurso del ruso, siempre cambiante, tan apasionado por esos amores imposibles, quizás entre lo masculino y la bisexualidad, entre Sade y la pornografía, porque no le atraía sólo el sexo, sino el poder. Sólo el poder. Estamos hablando del poder. De ahí que “Portero de noche” fuera una de sus películas favoritas. Y es que Eduard disponía de teorías para todo, excusas para todos, menos para él, cuando era un perfecto privilegiado. El problema estribaba en que él no deseaba dejarse arrastrar por el anonimato o por una vida normal, y por eso, según dijera en alguna ocasión, él no guardó intimidad alguna con su madre, de la que no se fiaba, circunstancia que llevaron a la mamá, Raísa Savienko, a encerrarlo en un manicomio. Para Limónov el concepto de madre se solapa con la traición y la prostitución. No era la primera vez que llamaba a su madre “idiota”, “prostituta”… Nada más irritante que el mito del amor materno. Limónov es un niño sin madre.

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Eduard Limónov y Elena Shchapova.

Y si hemos afirmado aquí que en el escritor ruso se dan los delirios de grandeza, podemos asegurar también que en él había grandes dosis de narcisismo. Alguien lo puede recordar disparando como un idiota una ametralladora hacia un supuesto Sarajevo. Rechazaba estas imágenes. Se defendía argumentado que había escrito noventa libros. Estuvo en la cárcel. Quizás era un hombre/niño herido que necesitaba que lo quisieran, aunque al acercarse a él optara por gritar o por morder la mano con la que se le iban a hacer la caricia. Pero lo que sí queda claro es que su literatura está basada más en la peripecia vital que en la imaginación (no es de extrañar que, con esta carta de presentación, le defraudase Tolstói), una vida como ensayo de la escritura, sobre todo de aquella época de los ochenta, esculpida en relatos como los que hoy traemos aquí, esos ocho relatos en los que echó los bíceps. En “El doble”, se muestra intenso, romántico, incluso racista, por la forma en la que desprecia al camarero al que tilda y define como “una especie de chimpancé simpático”, porque si bien podemos afirmar con claridad que su discurso, su literatura, pululaba entre la vida y la muerte (romanticismo del XIX), al final, siempre se ponía al lado de los que amaban, ya que, según él, “los amados suelen ser un material lamentable, hermosos canallas de aspecto humano”. Todo esto hoy, aquí, ahora y, a la página siguiente, como el que dobla una esquina y ya no se acuerda de nada de lo que ha dicho, se desdecía y pagaba por tener sexo, porque estaba de acuerdo en pagar por el amor como si fuera una divisa psicológica, invisible, pero bastante cotizada en el mundo real.

Siguiendo con su lectura, hay momentos en los que me he topado con descripciones maravillosas, de las calles, de los ambientes… Como cuando dice…”intenté apartarla de aquellos mares de alcohol…” Y en otro sitio, escribe: ꟷ”Aquella puerta despedía un olor a decenas de vidas…”. Así son las calles de las ciudades para él, universos paralelos con sus agujeros negros, pues no hay más verdad que una ilusión. Sin olvidar que para el escritor el sexo es el objetivo, que a veces utiliza como arma, en la ofensiva y en la defensiva, ya que el sexo produce lesiones letales. Y ese fue su camino, el más difícil. No tenía miedo a que no le gustara a nadie. Lo importante era mantenerse fiel a sí mismo. Pero de por medio estaba la vanidad y el arte, que siempre requiere que lleguemos a gustar a todos…, o a muchos. ¡Voilá…!

yo soy Eddie

Cuando leemos El hombre sin amor, nada más lejos pensar que estamos ante una obra menor del autor, ya que los relatos son de una calidad exquisita, insuperable, en los que escritor ruso despliega toda la artillería, todas esas réplicas insolentes que guarda, yendo desde lo trivial y lo frívolo a lo profundo, desde el glamour y el lujo a la miseria, blandiendo la literatura como si fuera un cuchillo para meterlo en la herida y provocar una prosa enorme, exagerada, elocuente…, magnífica, para después, acto seguido, desaparecer desde la sombra. Pero Eddie, su otro yo, siempre está ahí, aunque no lo veamos con nitidez.

Provocador, brillante, inestable… Ése es Limónov, al que le gustaba el dinero y el lujo, la riqueza y, por contradictorio que pueda parecer, detestaba a los marginales cuando él era otro marginal, aunque no lo aceptara, que comía ingentes cantidades de comida basura, bebía coca cola, cerveza Guinness, y caminaba por la ciudad solo, perdido por las calles, en la noche, arrastrando sus pies por el asfalto. ¿Alguien da más…? Decía Truman Capote que los artistas estamos marcados como las terneras. Eduard tenía la cicatriz desde la cuna. A partir de ahí, la vida fue un reto y un abismo. Se hacía difícil mantener el equilibrio.

Hay quienes han querido compararlo con Bukowski. Personalmente creo que el norteamericano, nacido en Alemania y uno de los representantes del realismo sucio, era un aficionado al lado de la exquisitez lingüística que maneja Limónov, de la belleza de su narrativa, tan espléndida como fascinante, presentada con un estilo inconfundible con el que es capaz de aunar todo en una misma hoja, de hablar de los demás con desprecio, con odio…, y al mismo tiempo intentar una y otra vez quedarse él al margen… Lo malo, o lo bueno, es que nunca lo consigue. Tal vez esté más cerca de Louis-Ferdinand Céline, pero también desentonaría a su lado, porque, a medida que vamos leyendo, en seguida descubrimos que es único.

Limònov, el subversivo romántico