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Salieron a las ocho de la mañana de Madrid. Van en un viejo y destartalado camión Ford. Al conductor analfabeto igual le da ir hacia el norte que hacia el sur. Llevar mucha carga que poca le resulta indiferente. Cuando suben a la caja de su camión un conjunto de grandes envoltorios, no siente la más mínima curiosidad. Lo único que le interesa es el cobro del viaje. No sienten lo mismo Antonio (Sánchez Barbudo) y Ramón (Gaya), sus acompañantes. Ambos tienen 24 años y han estudiado Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid. Los dos son plenamente conscientes de la trascendencia de su labor. Llevar la cultura a los pueblos más recónditos de la geografía española es algo que merece la pena. Así lo sienten, gracias a las palabras del gran maestro Bartolomé Cossío, que les había inculcado la imperiosa necesidad y sublime trascendencia de la tarea. La primera vez que se entrevistaron con él, salieron profundamente impresionados. De todo lo que les dijo, especialmente recordaban estas palabras:
- Debemos llevar el Museo del Prado a todos estos pueblos. También es patrimonio suyo, no sólo de los habitantes de la capital de España. Tienen el mismo derecho a disfrutar las excelencias del arte de la pintura. Tampoco quiero que vayáis a darles grandes lecciones que los dejen impresionados. Tenéis que ser llanos y explicar todos los cuadros de la manera más asequible posible.
Estas palabras tan claras calaron en el espíritu de ambos jóvenes. Se sintieron obligados a contribuir en esta tarea. Ramón, gran dibujante y pintor, ha realizado unas extraordinarias reproducciones pictóricas de cuadros famosos de Pedro Berruguete, Alonso Sánchez Coello, El Greco, José de Ribera, Francisco de Goya, Diego Velázquez y Bartolomé Esteban Murillo. De todas ellas la más lograda era la del Sueño de Jacob de Ribera. Antonio, por el contrario, está dotado con el don de la palabra. Pintar para él es algo inalcanzable. Lo había intentado en numerosas ocasiones. Fue inútil. Tuvo que centrarse para aquello que estaba dotado. Hablar o escribir no le suponía ningún esfuerzo. Sus conocimientos pictóricos son grandes. Igual conoce la pintura flamenca qua la italiana. Lo mismo habla de Rubens que de Rembrandt. En algunas ocasiones había puesto en dificultades a su profesor de Hª del Arte en la Facultad, y eso que era catedrático. Su facilidad en la palabra va pareja a sus conocimientos artísticos. Comenzar a hablar y todo el mundo queda subyugado. No rebusca el vocabulario; con las palabras más asequibles es capaz de explicar los conceptos más complejos. Forman un tándem perfectamente conjuntado, además de ser grandes amigos.

En todas las Misiones Pedagógicas que habían participado lo habían hecho con gran ilusión. En ésta la ilusión es todavía mayor. En el Informe, previo a todas las Misiones, se reflejan múltiples y variados aspectos del lugar a visitar. Se hace una descripción geográfica-económica de la comarca, distribución de la población, comunicaciones, situación escolar y cultural, hospedajes, fluido eléctrico, ambiente social y político, etc. Conocidos todos estos detalles, ambos Ramón y Antonio, se percataron del carácter profundamente conservador de Híjar, merced a los caciques y al clero. Esto en lugar de amilanarles, les sirve de estímulo. Ya habían pasado por circunstancias parecidas. Ya habían visitado otros lugares, donde fueron recibidos a regañadientes, como si fueran unos advenedizos. Conocían también que unos meses antes habían llegado, como avanzadilla cultural, 2 bibliotecas: una escolar a instancias del Patronato de Misiones Pedagógicas y otra pública-municipal, a instancias de la Junta de Intercambio y Adquisición de Libros, gracias a un egregio turolense, ministro de Marina, Vicente Iranzo. En el acto de inauguración de la biblioteca escolar, presentes todas las autoridades, había leído un discurso el Director de las Escuelas Graduadas, don Leoncio, ensalzando la trascendencia de estas iniciativas culturales para el progreso de los pueblos. En cuanto al funcionamiento de la Biblioteca municipal a Ramón y Antonio les había llegado la noticia gracias a Luis Buñuel de que el Secretario del Ayuntamiento había establecido en el reglamento para su funcionamiento que los lectores habían de dejar en depósito 5 pesetas ante los posibles deterioros del libro.; y que por ende, la biblioteca era usada solamente por un pequeño grupo de “gente bien” ya que la idea de dar libros a los campesinos, pobres, a la Junta le parecía inisible. A Ramón y Antonio les parece inconcebible tal reticencia hacia la lectura, por lo cual debían redoblar sus esfuerzos en esta auténtica cruzada cultural.
Pensando los dos en estas cosas están, cuando alrededor de las ocho de la tarde de un caluroso día de mes de agosto, el camión cansado de tan largo viaje, tras recorrer una recta de varios kilómetros, divisa en un profundo valle un pueblo, arremolinado en torno a una esbelta y bella iglesia y un castillo de los Duques de Alba. El conductor, harto exclama:
- ¡Hostias¡ Ya está bien, ya era hora. Este pueblo está donde San Pedro perdió el gorro. Parecía que no íbamos a llegar nunca.
Antonio y Ramón se alegran tanto o más. Las largas horas de viaje agotan hasta el cuerpo más fuerte y lozano. Pero sobre todo desean llegar para ver si se calla de una puñetera vez el conductor, que no ha hecho otra cosa, durante el viaje, que quejarse, blasfemar, lanzar improperios. En algunos momentos estuvieron a punto de perder la paciencia. Aguantarlo les resultó un auténtico suplicio. Se sienten por fin aliviados.
En la bajada de la cuesta se oye un fuerte chirrido de los frenos del camión. Al lado derecho de la carretera se ven abundantes campesinos; unos andando; algunos sentados encima de alguna caballería cubierta con un esportón; y otros, los menos, en el pescante de un carro. Todos, vestidos con ropas muy rústicas y pobres, y además con muchos remiendos. Denotan sus caras cansancio y sueño; no en vano, están metidos de lleno en la época de recogida de la cosecha de cereales. Faena agrícola pesada y que requiere muchas horas de trabajo; ya que muy de madrugada con sus carros han de transportar las mieses desde los campos de cultivo, a veces muy lejanos, y tras depositarlas en las eras cercanas del pueblo, iniciar la monótona trilla y tras triturarlas, amontonarlas; esperando pacientemente que se levante una pizca de aire, para aventarlas y separar de la paja el grano; y éste metido en las largas talegas, portearlo con carros o caballerías a los graneros, que suelen estar en el piso superior de la casa, para que se oreen convenientemente. Son faenas agrícolas muy pesadas por sí mismas, y por la época del año, en el verano sofocante. Contemplando a estos labriegos, Ramón y Antonio se sienten muy apesadumbrados. Piensan que su labor va a ser muy difícil. Habrán de esmerarse para interesarles en las delicias del arte, por muy bellas y sublimes que sean las reproducciones de algunos de los cuadros del Museo del Prado.

Se detuvieron en el puente del río Martín. Antonio a una vieja esquelética, vestida toda de negro, con sayas y pañuelo sobre la cabeza, después de detenerla con dificultad, le pregunta por la sede del Ayuntamiento. Una vez lo sabe, junto con Ramón suben por una calle empinada y estrecha; recorren aprisa unos 200 metros, giran a la derecha y tras atravesar un arco y recorrer otra, no menos estrecha y angosta, llegan a la Plaza de la República, toda ella porticada, en uno de cuyos flancos sobresale poderosa la fachada del Ayuntamiento. Durante unos breves momentos disfrutan contemplando aquella plaza, llena de sabor tradicional, en la que parece haberse detenido el tiempo. Ninguno dice nada, tal era su sorpresa por encontrarse un rincón tan acogedor y tan bello. No se dan cuenta de que son observados por muchas miradas tras las cortinas de balcones y ventanas. Ensimismados están, cuando un hombre, de unos cincuenta años, gordo y de baja estatura, de aspecto agradable y simpático, con una sucia y ajada gorra de alguacil les interrumpe:
-¿Son ustedes los que vienen de Madrid?
Le contesta Antonio:
-Sí somos nosotros. Hemos venido con el camión que trae el Museo Circulante. ¿Puede decirnos dónde se va a instalar?
El alguacil les dice que pueden descargar todo en el edificio de las Escuelas Graduadas, a donde irán algunos empleados del Ayuntamiento para ayudarles. Retornan al puente y encuentran, como siempre, refunfuñando al conductor. Inician en el camión de nuevo el trayecto, y llegan en breves momentos frente a un edificio señorial, nuevo y de tres pisos, en cuya fachada aparece un cartel grandioso con el nombre de Escuelas Graduadas. Allí está ya preparada la brigada municipal, compuesta de 4 hombres. Ramón les comunica que todos los paquetes contienen reproducciones de cuadros del Museo del Prado y que deben descargarlos con mucho cuidado. Ninguno de ellos dice nada; lo único que desean era acabar lo más pronto posible, ya que estaban esperando desde el mediodía. Tanto Ramón como Antonio vigilan concienzudamente la operación de descarga. No se fían en absoluto. Están ya escarmentados, ya que en un pueblo de la Alcarria dos reproducciones se resquebrajaron por la desidia de los operarios. Aquí todo se hace pronto y bien, aunque deben subir la artística carga hasta un primer piso por una estrecha escalera. Terminada la faena, la brigada se marcha presta. Sólo permanece el alguacil, que les indica una Fonda, Casa Asensio, donde el Ayuntamiento les había reservado tres habitaciones. Les dice que está a su entera disposición para lo que necesiten. Se despiden hasta el día siguiente a las diez de la mañana, para verificar el montaje de toda la exposición, además del cinematógrafo y la pantalla de proyección. Les extraña que ninguna autoridad municipal ni ningún maestro se presentara a recibirles.
Marchan sobre las diez de la noche a la fonda, ubicada en un monumental caserón viejo y destartalado. Tiene numerosas habitaciones, amplias y espaciosas, de techos muy altos, con pocos lujos; en verano eran frescas, en lo más crudo del invierno gélidas; para combatir el frío, además de las mantas pesadas de algodón, podía contratarse un brasero portátil para pasarlo por las sábanas, e incluso, una bolsa de agua caliente; la cama, un armario acristalado, dos sillas, un lavabo de madera era todo su mobiliario, además del inevitable crucifijo; un baño compartido por planta. Todo forastero que necesitara alojarse en Híjar, debía hacerlo aquí. Es propiedad de Santos, de la familia de los Asensio, uno de cuyos antecesores la había podido levantar, gracias al haber hecho fortuna en las Américas. Sale a recibirles la casera, Dolores; una mujer madura, entrada en años, de facciones dulces y con una sonrisa en los labios, que es de agradecer, les pregunta:
-¿Cómo les ha ido el viaje?
Contesta Ramón:
- Bien, pero se ha hecho muy largo. Son 400 kilómetros la distancia que hemos recorrido. Además en un viejo camión.
Nada más mentar esa palabra, el conductor hace un mal gesto, y con una mirada asesina, le replica:
- Me cago en Dios. ¡Qué sensibles son estos señoritingos¡ Para lo que me paga el Ministerio ya vais bien servidos. Además si os parece mal, no haber venido.
Ramón está a punto de estallar. Se contiene. No es el momento adecuado. No hay mejor desprecio que no hacer aprecio.
La casera se siente profundamente molesta, por su religiosidad, al oír aquella blasfemia. No obstante, haciendo de tripas corazón, trata de mantener la calma y con palabras agradables, les dice a los nuevos huéspedes que sus habitaciones están en el primer piso. Éstos cogen su escaso equipaje y cada uno se precipita en la cama a reposar, después de tan largo y ajetreado viaje. No bajan a cenar al gran comedor que está en el piso inferior. Una muchacha joven les sube un tazón de café con leche y unas magdalenas. Les resulta suficiente. Los tres no desean otra cosa que descansar. Así lo hacen profundamente.
A la mañana siguiente, tras un sueño reparador y un suculento almuerzo, compuesto de 2 huevos fritos con chorizo y unos vasos del buen vino de la zona, Ramón y Antonio están prestos a realizar el trabajo para el que se habían ofrecido voluntariamente. Lo tienen todo perfectamente programado. Marchan sobre las nueve y media de la mañana al Ayuntamiento, esperando encontrar alguna autoridad municipal. Es en vano. Piensan ingenuamente que estarán ocupados. Por fin pueden hablar con el Secretario del Ayuntamiento, que les recibe cortésmente, aunque con cierta frialdad. Hablan con él sobre temas triviales. Inesperadamente llega el alguacil, al que saludan. Éste se pone a sus órdenes para cumplir todo aquello que necesitaran. Ramón le pregunta:
- ¿Cuál es el medio que utilizan en este pueblo para dar a conocer las noticias?
El alguacil, contesta:
. Tenemos el pregonero. Éste va por las plazas principales y a golpe de trompeta, lanza a los cuatro vientos sus pregones. Así suele hacerlo, para los entierros, para la venta ambulante, para cuando entra el ador, o cualquier otro acontecimiento.
Antonio, con curiosidad, le pregunta:
- ¿Qué es eso del ador?
El alguacil, sintiéndose importante, les contesta:
- Entra el ador, cuando en Híjar se puede regar. No podemos hacerlo todos los días. Hay unos días que pueden hacerlo los de La Puebla, otros días los de Urrea; y otros, nosotros.
Replica, Antonio:
- Es una palabra muy curiosa y que no la conocía.
Después de apuntar en su libreta la palabra, Antonio le dice:
- Debes dar a conocer por los medios tradicionales que esta tarde, a partir de las cuatro, los vecinos que lo deseen podrán visitar una exposición de pintura en la sede de las Escuelas Graduadas, y a partir de las ocho a una conferencia sobre determinadas pinturas del Museo del Prado, por medio de unos representantes de las Misiones Pedagógicas.
Antonio tiene que escribirle en una hoja de su libreta el pregón, ya que de lo contrario, dado el nivel cultural del pregonero, se hubiera podido correr el riesgo de confundir a todo el vecindario. Con el alguacil y la brigada municipal marchan todos hacia las Escuelas Graduadas. El alguacil abre la puerta que da el patio de recreo. Entran y suben las pronunciadas escaleras, hasta llegar a la clase más espaciosa, donde la tarde anterior, habían depositado el cargamento de la Misión.

Antonio era siempre el que tomaba la iniciativa en estos momentos. Recomienda calma a todos los trabajadores de la brigada. Lo que ha de desenvolverse no son mercancías normales. Son reproducciones de cuadros, hechas con mucho esmero y cuidado. Habían sido dejadas en la pared más libre y espaciosa del aula. La primera afortunada en salir a la luz es la pintura de Murillo, titulada El Niño Dios Pastor. Todos quedan impresionados, al contemplar su contundente e incuestionable belleza Durante unos momentos nadie se atreve a decir nada, Todos están amansados. Ramón tiene que sacarles de aquel estado de éxtasis, indicándoles que deben continuar su labor. A continuación le toca el turno al Pelele del pintor aragonés Goya, que con su espectacular colorido y triunfante vitalismo les deja anonadados. Siguen la Resurrección del Greco con su explosión de color y exacerbado misticismo; el Sueño de Jacob del gran Ribera, con su realismo barroco; la Visión de San Pedro Nolasco de Zurbarán, con esos ropajes encolados que pueden tocarse; las dos obras, la Infanta Margarita y las Hilanderas, del más grande pintor barroco Velásquez. Continúan otras no menos famosas. Las dos últimas, como el buen vino, para el final, fueron de Goya, los Fusilamientos del 3 de mayo y la Maja vestida. Nadie habla. Todos están como adormecidos. Ramón y Antonio están satisfechos. La belleza por sí misma puede hacer milagros. Lo están contemplando de una manera fehaciente. Aquellos hombres toscos y primitivos, se sienten atraídos hacia el mundo de la belleza: algo que, a primera vista, parecía imposible.
Todos los cuadros son colgados en las cuatro paredes de la clase, siguiendo las órdenes estrictas tanto de Antonio como de Ramón. Todos ya expuestos, iluminados por los rayos de un sol radiante, que penetran a través de las amplias y espaciosas ventanas, crean un universo esplendoroso de belleza. Aquella pobre aula, con paredes desconchadas, acaba transformada milagrosamente en la más bella sala del Museo del Prado.
A continuación, sacan con especial cuidado de un cajón muy bien envuelto, una máquina cinematográfica, que colocan encima de un cajón que servía de pedestal, situado sobre la mesa de clase del maestro. Frente a él ponen un telón, que sirve de pantalla, después de haber estudiado a conciencia los juegos de luces y sombras. Hacen varias pruebas hasta que encuentran la situación más idónea, para que las proyecciones sean los más claras y nítidas posibles. Ordenan colocar estratégicamente una cincuentena de sillas, para que desde de ellas se puedan observar sin dificultad tanto las reproducciones pictóricas, como las proyecciones complementarias. Antonio y Ramón preparan a conciencia todo; no quieren dejar nada a la improvisación. Cuando todo lo tienen dispuesto a su gusto, dan por finalizada su tarea. Ha llegado la una del mediodía. Los misioneros comunican a todos que están invitados a tomar unos vasos de vino en la taberna más próxima. Los de la brigada, por primera vez, ríen y manifiestan algún rasgo de alegría. Hasta entonces, todo habían sido malas caras. Todo tiene un precio.
Salen prestos, a indicaciones del alguacil, hacia la taberna de la Viuda, conocida por todos los vecinos del pueblo. Está regentada por una mujer viuda, no escasa de carnes ni de belleza, de una cincuentena de años, muy campechana y simpática. La clientela era abundante, sobre todo, de las clases más humildes de la localidad. Al lado estaba el Club, frecuentado por las clases más pudientes; grandes terratenientes, potentados comerciantes, médicos, veterinarios, secretario del Ayuntamiento…

Antonio y Ramón, solicitan unos porrones de vino y una bolsa de cacahuetes, que pagan de su propio bolsillo. Servidos con prontitud, todos hablan con cordialidad y familiaridad. El vino sirve para hacer milagros. En las otras mesas, varios ancianos, de piel curtida por una larga vida en el campo, vestidos de baturros con cachirulo a la cabeza, beben, comen, fuman y hablan sin parar. Los misioneros se sienten gratamente sorprendidos por el lugar y las gentes. Su labor, además de sus charlas y exposiciones, se debe complementar con el trato directo con las gentes de la calle. La taberna es un lugar adecuado. Simpáticos y con don de gentes, pronto entablan conversación con toda la clientela. Les preguntan por las cosechas, por el número de habitantes, por las fiestas. Se lían unos cigarros con el tabaco de la petaca del anciano de mayor edad. Invitan a todos a una ronda. Se crea un ambiente de gran familiaridad, rompiendo la prevención que siempre la gente del campo tiene hacia los habitantes de la ciudad. Se dan cuenta que allí estaba el pueblo auténtico, sin malear, sano, aunque un tanto precavido. Finalmente todos tienen que marchar a comer.
Antonio y Ramón llegan cansados a la Fonda. En el comedor de la planta baja ocupan una mesa, cubierta con un mantel de cuadros rojos sobre fondo blanco y los imprescindibles utensilios para la comida. Está ocupado la mitad. Los comensales son gente de paso; campesinos de pueblos vecinos que han venido a realizar alguna actividad comercial o istrativa a la cabeza del partido judicial; algún médico o funcionario del Juzgado que les resulta más cómodo comer allí; además de algunos que vienen con el prurito de enseñar cultura a los habitantes del lugar. Con prontitud la casera se les acerca y les comunica los platos del menú. No hay mucho a elegir. De primero, plato de judías verdes del tiempo o potaje de garbanzos; de segundo carne de cerdo guisada con patatas; todo acompañado con una espléndida y variada ensalada de tomate y lechuga. El postre es más variado; melón, sandía, presquillas y tomasquinos de la huerta del lugar. Antonio se siente sorprendido por esas palabras, de las que toma buena nota, tras preguntar su significado a la casera. La presquilla es el melocotón y los tomasquinos albaricoques. No se complican la vida en la elección; comen judías verdes, cerdo y cuatro tajadas de un suculento melón; acompañado todo ello con unos tragos de vino tinto en un porrón. Por el cansancio, la comida y la bebida abundante, entran en un sopor, que hace inevitable una reparadora siesta. Así lo hacen, no sin antes comunicarle a la casera que los despertase a las tres y media.
Se abren las puertas de las Escuelas Graduadas de par en par a las cuatro menos cuarto de una tarde tórrida. Nadie parece tener mucho interés por visitar las espléndidas reproducciones, colgadas con tanto mimo hace unas horas. Muchos están enfrascados en las faenas agrícolas. Otros están echando la siesta. Los demás tienen inquietudes de otro tipo. Los misioneros comienzan a preocuparse y a preguntarse por los motivos de esta triste y lamentable situación. Pecaban frecuentemente de ingenuidad. Esperaban siempre una gran afluencia de público. Más nunca escarmentaban.
Antonio, profundamente entristecido, pregunta a su compañero y amigo:
- ¿Tan inculto puede ser este pueblo? ¿Qué podemos hacer? Con la ilusión que hemos puesto todos en este tarea. En algunos momentos tengo ganas de volverme a mi casa de Madrid, a leer y escribir, a pasear por el Paseo del Prado con alguna chica bonita.
Ramón le responde, igualmente apesadumbrado:
- ¿Qué quieres que te diga? Sobre este tema ya hemos hablado largo y tendido. Siempre a las mismas preguntas, le suceden parecidas respuestas. No olvides las peculiaridades de este pueblo. En el Informe previo a la Misión, pudimos observar su profundo conservadurismo. Aquí la República se proclamó un mes más tarde que en el resto del país. Existen potentados cacicones y un potente sector eclesiástico, que no quieren bajo ningún concepto cambio alguno. Harán todo lo que esté en sus manos para evitar que llegue nada nuevo. Nosotros somos una bocanada de aire fresco, y, por eso les molestamos. Una manifestación cultural, como son las Misiones, iniciada e impulsada por el Gobierno de la República, está siendo boicoteada. Ninguna autoridad municipal ha salido a recibirnos para darnos la bienvenida. Nos han hecho el vacío más absoluto. Las gentes, salvo honrosas excepciones, nos miran como cuerpos extraños, que les fuéramos a contaminar. Esta es la realidad. No debemos dar más vueltas al asunto.
Mientras estaban hablando, llega el primer vecino. Es el clásico e inevitable persona con discapacidad del pueblo. Se sienten desolados. Todo suena a maquiavélica confabulación. Entre 4000 habitantes, sólo ha interesado a éste. Es para descolgar los cuadros, envolverlos y volver por donde habían venido. Se miran mutuamente; no se atreven a decir nada; así permanecen un largo espacio de tiempo. De repente, como movidos por un mismo resorte, al unísono comienzan a reírse estrepitosamente. El ser humano puede reír por muchos motivos. Ahora no es de alegría; es una mezcla desordenada de impotencia, rabia, desencanto y desilusión. En alguno de sus numerosos viajes por la geografía española, ya se iban acostumbrado a oír, que el intento de llevar y sembrar la cultura en amplios sectores de la población española era vano y superfluo. Pero ellos son jóvenes ilusionados en la tarea que se habían implicado. Su labor era un grano de arena dentro de un grandioso y magnífico proyecto colectivo, que las generaciones futuras valorarían en su justa medida.
Atienden cortésmente al recién llegado. Tratan de sonsacarle algunas palabras. Es en vano. Emite unas palabras indescifrables. Le dan una propina para que se comprara alguna golosina. Se marcha muy contento y feliz.
Permanecen los dos en la sala de exposiciones. No pierden el tiempo. Antonio se mete de lleno en la redacción de una novela, mezcla de amor y aventuras con una moraleja final, que tenía a punto de acabar. Ramón se dedica a escribir un tratado recién iniciado, sobre el artista, según su criterio, más importante de la pintura de todos los tiempos, Velázquez. Con la escritura llenan muchos ratos muertos entre charla y charla. Ramón también acostumbra a pintar paisajes de aquellos lugares que le resultaban agradables.
Sin apenas darse cuenta llegan las siete y media. Sin creerlo, oyen un murmullo de un grupo de personas que proviene del recreo. Dejan sus actividades. Avivan el oído. No pueden creerlo, pero allí están una docena de personas, con mayoría de hombres. Paulatinamente van subiendo las escaleras. Llegan a la puerta del aula, donde está la exposición. Son todos personas maduras, el más joven tendría ya los cuarenta años. Los misioneros salen a recibirlos llenos de gozo. Su llegada les parece como un oasis, después de una larga travesía por el desierto más inhóspito. Uno de los recién llegados, el de mayor edad, que rondaba los 60 años, toma la palabra:
- Soy el Tío Rullo, aquí todo el mundo me conoce. ¿Qué tal chavales? Supongo que habrán venido poca gente. No os debe extrañar, ha habido un auténtico boicot hacia esta iniciativa de la República, cual es traer la cultura a los pueblos, que buena falta hace. Todo lo que sea cultura a determinadas personas de este pueblo les sabe a cuerno quemao. Por las noticias que me han llegado ha habido una confabulación, a instancias del Sindicato Católico Agrícola, para que nadie viniera a ver esta iniciativa. Yo he leído en La Voz de Aragón, que las Misiones Pedagógicas están llevando una labor muy importante, a pesar de que el Gobierno actual de Lerroux, ha pretendido reducir sus presupuestos. Yo he ido a la escuela hasta los siete años. Tuve que abandonarla para acompañar a mi padre en las faenas del campo. Entonces no me importó, ahora es cuando me estoy dando cuenta de lo que perdí. ¡Cuántas cosas hubiera podido aprender, si hubiera permanecido hasta los catorce años¡ No obstante, he procurado ilustrarme y leer lo que he podido, cuando me lo han permitido las faenas del campo. Ahora, todos nosotros, todos pertenecemos al Centro de la UGT, queremos ayudaros en vuestra labor.
Estas palabras, dichas con tal sinceridad, les impresionan a Ramón y Antonio. Se quedan perplejos. No esperaban, no estaban preparados para palabras tan reconfortantes e ilusionantes, como las que acababan de oír. Había merecido la pena llegar a este pueblo tan recóndito por escuchar estas palabras.
Se aposentan todos en las sillas. Aquel día Antonio y Ramón están más brillantes que nunca. Se esmeraron. Transmiten las excelencias de la pintura española de una manera espléndida. Bartolomé Cossío seguro que está muy contento.
Cándido Marquesán
Unas breves referencias biográficas de Ramón Gaya y Antonio Sánchez Barbudo. Ambos brillaron como gran pintor-Ramón tiene un museo con su nombre en Murcia y Antonio fue un gran escritor, crítico literario y profesor. Ambos tuvieron que exiliarse. Juan Marichal en su libro El secreto de España. Ensayos de historia intelectual y política y en el capítulo El pensamiento transterrado, califica a los años de 1886- 1936 un nuevo “medio siglo de oro” para nuestra cultura. José Carlos Mainer acuñó el término “la edad de plata” en su conocidísimo libro. Juicios ambos totalmente justificados. Ramón y Antonio fueron partícipes. de esta autentica explosión cultural, que contrasta con el páramo cultural del periodo posterior de la dictadura. Otra ocasión perdida de nuestra Historia para entrar en la modernidad.

Ramón Gaya fue un pintor y escritor español que vivió exiliado en México por muchos años. Nació en Murcia, en 1910, hijo de Salvador Gaya, litógrafo, y de Josefa Pomés, ambos de origen catalán. Sus padres se trasladaron a Murcia porque Salvador iba a participar en la instalación de una litografía. Abandona la escuela siendo casi un niño para dedicarse a la pintura, completando su formación en la pequeña biblioteca de su padre, un obrero catalán culto, anarquizante y wagneriano. Tolstoi, Nietzsche, Galdós, estarán entre sus primeras lecturas, autores que le acompañarán a lo largo de su vida. Gracias a una beca de estudios que le concede el Ayuntamiento de Murcia a los diecisiete años, va a Madrid, visita el Museo del Prado y conoce a Juan Ramón Jiménez y a casi toda la Generación del 27; poco después se marcha a París junto a Pedro Flores y Luis Garay, con los que expone en la galería Aux Quatre Chemins. A pesar del éxito de la exposición y de lo atractivo de la vida de París, la pintura de vanguardia le decepciona y pasados unos meses decide regresar.
La proclamación de la Segunda República lo sorprende en Barcelona, donde ha ido para visitar a su padre. En junio de 1936, se casa en Madrid con Fe Sanz. Declarada la guerra, forma parte de la Alianza de Intelectuales Antifascistas. En Valencia, en 1937, nace su única hija. Participa en la fundación de la revista Hora de España, de la que es miembro de su consejo de redacción, y de la que será único viñetista. En 1939, en los últimos días de la guerra muere su mujer en el bombardeo de Figueras, al que sobrevive su hija. Con el ejército cruza los Pirineos y pasa dieciséis días en el campo de concentración de Saint-Cyprien.
En junio de 1939, embarca en el Sinaia camino de México, donde permanecerá exiliado hasta 1952. Son años de soledad y de intenso trabajo. Los Homenajes a los Grandes Pintores aparecen como tema de sus cuadros, así como hermosos y personalísimos paisajes de Chapultepec y Cuernavaca. Colabora con sus escritos en algunas revistas mexicanas como Taller y El Hijo Pródigo. Genera una variedad de obras en tempera con el tema de los trajes regionales españoles en formato pequeño y gran variedad de dibujos, oleos y acuarelas. Se reencuentra con Octavio Paz, al que ha conocido en Valencia durante la guerra, frecuenta al poeta Xavier Villaurrutia, al músico Salvador Moreno, a Octavio Barreda, a Laurette Séjourné y al poeta Tomás Segovia.
En 1952 vuelve a Europa, donde permanecerá un año recorriendo París, Venecia, Florencia, Roma, París de nuevo y vuelta a México. (En 1984, la editorial Pre-Textos de Valencia publicara su libro: Diario de un pintor, 1952–1953, en el que se recogen las anotaciones de ese año). En 1956 se instala provisionalmente en Roma; se reencuentra con los Grandes Museos, con la gran pintura: Miguel Ángel, Tiziano, Rembrandt, Van Gogh, Cezanne. El cuatro de marzo de 1960 regresa a España tras veintiún años de exilio.
A lo largo de la década de los sesenta hará varios viajes a España: Barcelona, Madrid, Murcia, Andalucía, Valencia donde en 1966 conoce a Isabel Verdejo, con la que se casará más tarde. Sus viajes a España se harán más frecuentes. En 1969, en la editorial R.M. de Barcelona aparece su libro fundamental: Velázquez, pájaro solitario. Trabaja en Barcelona en su estudio frente a Santa Maria del Mar. En 1974 y 1975 expone su obra en Murcia y en Valencia, donde vivirá gran parte del año. Con Cuca (Isabel), su mujer, viaja a Italia, donde pasa varios meses pintando: Roma, Florencia, Venecia, París. En 1980 se publica el libro Homenaje a Ramón Gaya publicado por la Editora Regional. En 1984, la editorial Trieste que dirige Andrés Trapiello publica la segunda edición de su Velázquez, pájaro solitario. Su pintura se hace más esencial, más luminosa.
En 1985 el Ministerio de Cultura de España le concede la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes. En 1990, en Murcia, se inaugura un Museo dedicado a su obra, dirigido por Manuel Fernández-Delgado, en él se recogen más de 500 obras donadas a la ciudad por el pintor. En 1997, se le concede el Premio Nacional de Artes Plásticas. En 1999, doctor honoris causa por la Universidad de Murcia. En 2002, el Ministerio de Cultura le concede Premio Velázquez de Artes Plásticas, en su primera edición. Ramón Gaya murió en Valencia, España, el 15 de octubre de 2005.

Sánchez Barbudo, Antonio. Madrid, 18.IV.1910 – Palm Beach Garden, Florida (Estados Unidos), 19.VIII.1995. Escritor, profesor y crítico literario. Huérfano a los doce años, en 1926 ingresó en la Escuela Industrial para estudiar Técnico Químico. En 1929 se afilió al Partido Republicano Radical Socialista y en diciembre de 1930 fue detenido en el asalto al Cuartel de la Montaña y permaneció en la Cárcel Modelo de Madrid hasta marzo de 1931. Colaborador de La Gaceta Literaria y El Sol, desde 1932 participó en las Misiones Pedagógicas. Junto a Azcoaga y Serrano Plaja, fundó a finales de 1932 la revista Hoja Literaria. Desde el 18 de julio de 1936 militó en la Alianza de Intelectuales para la Defensa de la Cultura y colaboró en El Mono Azul. Trasladado a Valencia, fue redactor de El Buque Rojo, así como secretario de Hora de España. Firmante de la “Ponencia colectiva” de escritores y artistas españoles en el Segundo Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, se integró en una de las Brigadas Internacionales, dirigida por Hans, y combatió en Guadalajara y en el frente de Aragón. A principios de 1938, contrajo matrimonio en Barcelona con Ángela Selke y en la primavera fue nombrado comisario de la Escuela Militar de la 45 División que dirigía Hans, instalada en Cambrils. Allí escribió algunos capítulos de su novela Sueños de grandeza y en junio apareció su libro de relatos Entre dos fuegos, por el que obtuvo el Premio Nacional de Literatura. Se incorporó después al Ejército del Este, en donde dirigió durante los últimos meses de la guerra su periódico. El 9 de febrero de 1939 atravesó la frontera sa y fue internado en el campo de concentración de Saint-Cyprien. A finales de mayo, embarcó con su mujer e hija en el Sinaia rumbo a México. Redactor de las revistas Taller y Romance, colaboró en Letras de México y El Hijo Pródigo, así como en los periódicos El Nacional y Novedades. En 1945 publicó en México Una pregunta sobre España. En octubre de ese mismo año se trasladó con su familia a la Universidad de Austin, Texas, pero se trasladó al curso siguiente a la de Wisconsin, en Madison, en la que permaneció hasta su jubilación en 1980. En 1946 se editó en Buenos Aires su novela Sueños de grandeza. Dedicado por completo a la docencia e investigación, en 1958 fue nombrado full professor de Wisconsin adquiriendo la nacionalidad norteamericana, la cual le permitió viajar y regresar temporalmente a España. Su experiencia la relató en “España al volver. Impresiones de un refugiado”, que publicó en 1959 en la revista neoyorquina Ibérica. Editor de Dios deseado y deseante. Animal de fondo (1964) y Diario de un poeta recién casado (1970) de Juan Ramón Jiménez, así como de Miguel de Unamuno (1974), coordinó y colaboró en el Homenaje a Arturo Serrano Plaja (1984). En 1981 la Universidad de Wisconsin publicó un libro colectivo en Homenaje a Antonio Sánchez Barbudo. Ensayos de literatura española moderna y en 1987 asistió en Valencia al Congreso Internacional de Intelectuales y Artistas, en donde presentó una ponencia titulada “Algunos recuerdos y reflexiones” sobre el Congreso de 1937. [...