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Es muy probable que quien más le tema sea él mismo, porque no parece poder estar contento sin hacerse notar e imponer sus caprichos con amenazas y por la fuerza.
Se diría que todos los bravucones no parecen estar muy a gusto dentro de su pellejo, porque de lo contario no necesitarían estar exhibiendo continuamente su presunta superioridad para obtener un reconocimiento que no saben alcanzar por las buenas y de un modo espontaneo. La verdad es que los tipos duros como Donald Trump dan un poco de pena, cuando imaginamos cuán a disgusto convive consigo mismo, al necesitar hacer ostentación de una supremacía indiscutible respaldada por la ley del más fuerte, como si se tratara de un pandillero cuya única misión en la vida es acabar con sus rivales para que no le quiten su pequeño pedestal. Debe ser terrible soportar esa intensa mezcolanza de narcisismo y megalomanía en unas dosis tan desmesuradamente patológicas. Quienes le rodean en un momento dado le rinden pleitesía para sacar algún beneficio y las amistades genuinas deben brillar por su ausencia, puesto que sus relaciones quedan mediatizadas por el interés. Bajarse del podio significaría encontrarse muy solo de repente, al perder a esas huestes que le rodean únicamente para ganar algo, aunque desprecien al personaje.
En segundo lugar, tras él mismo, han de temerle sus compatriotas. Los norteamericanos que no le votaron porque ven confirmados al alza sus temores y muchos de quienes optaron por su candidatura pueden estar comprobando que sus promesas eran demasiado vagas. La prosperidad va en aumento para los magnates que ya tenían una situación privilegiada y pueden incrementar sus astronómicas fortunas, pero al ciudadano de a pie no parecen afectarle positivamente unas estrambóticas medidas económicas que nadie comprende muy bien, salvo que dispongas de información privilegiada para dar un pelotazo con inversiones bursátiles en medio del caos generalizado. A continuación, están los países que tengan algo anhelado por Trump, como sería el caso de Dinamarca con Groenlandia o la propia Canadá, que se ve avasallada por su vecino del sur. Por supuesto, no cabe olvidar a los lugares cuyos conflictos bélicos están estancados, porque la mediación de Trump, anunciada como mágica, se ha quedado en agua de borrajas y, una vez firmado el trato para explotar ciertos minerales de Ucrania, el mediador amenaza con dejar de negociar porque se le agota la paciencia. Lo cierto es que Putin ha ignorado sus advertencias y nadie se fía de que respete acuerdo alguno. Sobre la solución dada para Gaza no hay palabras para describir semejante delirio que desborda la majadería más excelsa.
Prima la mentalidad individualista del depredador que quiere ganar a toda costa sin atender los posibles daños colaterales o el perjuicio que cause a sus congéneres
El resto del mundo se desayuna cada día con sus nuevas ocurrencias y no da crédito a que alguien con tan poco fuste haya cogido el timón de una superpotencia, pero así son las cosas. Para colmo tiene a su favor los vientos ideológicos del momento presente. La precariedad y una creciente desconfianza en las instituciones, el recelo por la inoperancia de un sistema democrático donde predomina una demagogia que ahuyenta los consensos en aras del alicorto y exclusivo beneficio cortoplacista para los míos, están reavivando movimientos reaccionarios de corte neofascista que asfixian a las opciones políticas más templadas. Las reivindicaciones nacionalistas vienen a socavar los acuerdos que tengan una dimensión europea o cualquiera otra de carácter internacional. Prima la mentalidad individualista del depredador que quiere ganar a toda costa sin atender los posibles daños colaterales o el perjuicio que cause a sus congéneres. Esta cosmovisión refleja un profundo malestar social y ese descontento personal nos hace dar zarpazos para sobrevivir sin mirarnos al espejo.
Trump es la encarnación viviente de una época convulsa e infeliz. Ese desasosiego provoca estragos en la convivencia. Para ser generoso y solidario hay que hallarse contento consigo mismo. La cooperación y la empatía son algo vedado para quienes no se quieren bien. Esa insatisfacción les hace aspirar a prevalecer con el ordeno y mando. Aspiran entonces a que les besen cierta parte de su anatomía y que los demás negocien desde una posición de inferioridad para salirse con la suya. Esto es lo único que importa. No hay una meta más allá de imponer los caprichos del sátrapa de turno. Hay que apiadarse de quienes padecen esta deshumanización alentada por una grave patología social.
Cuesta creer que alguien pueda envidiar a Trump o temerle más de lo que teme a ese yo al cual rehúye con saña interpretando un personaje cuya mascara es ya él mismo
Ojalá pudieran disfrutar de la vida sin hacer daño a los demás y se conformaran con hacerse querer por sus buenas obras, en lugar de buscar ser temidos por su desmedida bravuconería. Es una lástima que no sea un requisito para gestionar lo público el tener una buena vida fruto del estar contento consigo mismo. Así las cosas, cuesta creer que alguien pueda envidiar a Trump o temerle más de lo que teme a ese yo al cual rehúye con saña interpretando un personaje cuya mascara es ya él mismo. Los creyentes deberían rezar por su alma, pero a estas alturas ni un milagro puede salvarle de seguir siendo como en su día decidió aparentar ser. Quizá tuviese algún interés trazar el daguerrotipo del comportamiento dictatorial, para ver si en su origen anidan traumas personales que condicionaron la trayectoria vital y orientaron sus pasos hacia un intolerante autoritarismo que busca paliar la desazón de una inferioridad radical. Estamos ante la distinción clásica entre potestas y autoritas. No cabe confundirlas.